jueves, 20 de agosto de 2009

LA PRIMERA VEZ

Mercedes –Merceditas- era una muchacha de piel de bronce y manos prodigiosas que vino a casa recomendada por su madre para tomar cargo de los quehaceres domésticos. Había cumplido dieciocho años y cursaba la secundaria comercial en una escuela vespertina, pero decidió alejarse de los estudios porque le repitieron demasiadas veces que su genio calzaba mejor con la inspiración de los guisos que con el tedio de la mecanografía.

Así era. Tan pronto como se puso el delantal sorprendió a todos con platos elaborados con el rigor escrupuloso de los recetarios tradicionales. Pero también tenía improvisaciones sacadas de la manga con una intuición inobjetable, capaces de reclamar con derecho firme un lugar entre los templos de la culinaria planetaria. En lo personal me hallaba deslumbrado por una preparación simple de efectos mágicos y adictivos -un salteado de pollo con verduras y papas fritas en mantequilla-, que por obra de mis encomios se asomaba a la mesa al menos dos veces por semana. Aunque hubo ocasiones en que fue mi almuerzo diario durante semanas enteras, pues Merceditas lo preparaba con una disposición adorable a espaldas de mamá.

Eran los tramos finales del colegio y volvía a casa pasado el mediodía. Tomaba una ducha y tras el llamado de Merceditas me sentaba a la mesa acompañado por una radio de melodías clásicas. Después del almuerzo solía recostarme en el sofá con alguna lectura, y a menudo caía en una siesta breve de la que despertaba con sobresaltos. Una tarde Merceditas me vio en los afanes de estrujarme una espinilla del hombro y bondadosamente se ofreció a darme una mano. Desde entonces la extracción de barritos se tornó un ceremonial dichoso que suplió sin remordimientos las sobremesas ausentes, y a partir de aquellos escarceos fuimos adentrándonos en los meandros excitantes de los besos tenues y las caricias tímidas. Hasta que una tarde, casi sin darnos cuenta y con la sangre al galope, nos precipitamos sobre el sillón con la pura ropa de la piel.

Yo sentía los golpes del corazón en todo el cuerpo y por un instante pensé que iba a morirme, pero Merceditas, con una paciencia de madre abnegada y la sabiduría de sus manos diestras, guió mis ímpetus por las turgencias tibias de su cuerpo con un desprendimiento noble. Al final fue como llegar al remanso de una isla después de remontar las olas de un mar embravecido, y me quedó en el alma una sensación de sabores y fragancias que logré descifrar más tarde en las páginas de “Confieso que he vivido” -las memorias de Pablo Neruda-, con los detalles de un lance suyo sobre el forraje del ganado en una finca chilena: “un pubis que parecía musgo de montaña”.

El nuestro fue con toda seguridad un amor carente de la ciencia carnal de los amantes entrenados, pero tuvo a cambio la virtud de una entrega sincera y el gusto inolvidable de un espléndido postre de concupiscencia.

miércoles, 12 de agosto de 2009

ESTADÍSTICA PARA DUMMIES

No es posible que la inmensa complejidad del mundo pueda resolverse con una fórmula. Menos aún, conceder a una cifra decimal autoridad para dictaminar sobre gustos y preferencias, NSE, o para pronosticar una conversión al vegetarianismo en dos meses. Nada está dicho y nunca se sabe, para ir entendiéndonos, señora estadística.

En el origen de esta desavenencia está Malthus -Thomas Malthus-, economista inglés que a fines del siglo XVIII parió una obra que puso los pelos de punta a medio mundo. En su Ensayo sobre el principio de la población, Malthus lanzó una profecía aterradora: dado que la gente se multiplicaba en progresión geométrica y los alimentos de forma aritmética, la humanidad estaba condenada a morir de hambre. El cuento, que ha sido desde entonces un caballito de batalla para la inefable comunidad roja -que sigue perorándolo a pesar de su completa invalidación-, siempre me pareció innecesariamente alarmista, como me sigue pareciendo alarmista y disparatado todo vaticinio del fin de nuestros días sumidos en las peores calamidades.

Pero hay razones que con igual tenacidad forjaron resistencia a la ciencia matemática y afines. Tercero de secundaria y la pesadilla de un álgebra indescifrable bajo la dicción rumiante del profesor Gálvez, físico ayacuchano capaz de llevar la autoestima del negado a los números a punto de suicidio. Al borde estuve cuando hizo público escarnio de mi capitulación ante un ejercicio en la pizarra. Solidariamente un compañero sugirió cero cinco ante la demanda del maestro de ponerme nota; pero éste, sin un ápice de conmiseración, dijo riéndose a mandíbula batiente que merecía un cero más grande que la Tierra. Vivo gracias a que repelí el ataque con una invectiva que dejó la cosa a mano.

Me creía librado de números y fórmulas después de azarosos encuentros con ellos en las aulas universitarias. Pero vida sin sorpresas no es vida; es matemática pura. Seré breve: un curso de estadística para negocios estaba inscrito en el primer módulo de la maestría que me encuentro estudiando. Primera reacción: estremecimiento, duda, el martilleo de haber elegido mal. Primera sesión: confirmación de la primera reacción. SPSS, programa absolutamente desconocido, nos gobernará durante 30 horas. El acecho del error fatal -el cero- en el momento de anotar cada dato, de confeccionar cada cuadro. Mierda, ¿es que el mundo no puede interpretarse de otra manera?

Quince horas después, la rebeldía, la rendición. Desaprobaré, no lo estoy imaginando, los dos primeros exámenes me lo dicen. Y así es, al final no cuento con lo necesario para celebrar. Sólo la intervención salvadora de una colega hizo posible que ahora exhiba en mi registro un 13 (la nota aprobatoria mínima) y que -tengo fe en la corazonada-, piense feliz que mis tormentos con los números son al fin historia.










jueves, 4 de junio de 2009

ACTOS DE AMOR

Injusto como errado sería circunscribir el misterio del amor a la reciprocidad afectiva entre hombres y mujeres. Si aún es posible creer en él, el amor tiene que ser más que eso. Debería ser la aspiración a vivir –a convivir– sin nudos en el alma. Debería ser la aceptación del otro por el puro hecho de poseer una naturaleza semejante. Debería ser el empeño por hallar dentro de lo cotidiano y lo pedestre instantes imperecederos. Debería ser el hábito de regalar un tiempo, una palabra, sin condiciones ni expectativas de renta. ¿Suena demasiado idealista? ¿Iluso, absurdo? ¿Qué es el amor entonces?

Libro en varios frentes una guerra constante contra el descreimiento. Permítaseme por ello reconocer en estas líneas a seres propios y extraños cuyos actos, gestos y obras me hicieron y hacen sentir que el amor existe. Algunos de esos actos fueron efímeros; otros se repiten. Pero todos ellos, y muchos más, son el combustible indispensable para transitar por los vericuetos de la vida. Siempre estaré agradecido:

A Cecilia, mi vecina del primer piso del edificio de Barranco, una argentinita que se las arregló para que cada tarde bajara a tomar el té de las 5 (chocolate en realidad) sin que su mamá se molestara. También se las ingeniaba para despedirme con un beso furtivo.

A Cat Stevens, porque yo habría cantado sus canciones si hubiese podido.

A mi madre, que sólo por verme feliz dedica toda su ternura y cuatro horas a la preparación de un guiso de osobuco que yo devoro demasiado rápido.

A mi esposa, que me preparaba amorosas tinas frías de avena para mitigar la fiebre y los escozores producidos por la varicela que adquirí en una fiesta infantil en Phoenix.

A mis hijas, cuyas miradas, risas, llantos, besos, abrazos, gritos, travesuras y berrinches me revelan la belleza de ser padre.

A Fernando, mi compañero, con quien nos hicimos amigos para siempre en una víspera navideña mientras se montaba en mi bicicleta nueva y la sometía a severísimas pruebas.

A mis tíos y tías, primos y primas, que me dedican halagos desmesurados.

A Freddy y a Aldo, mis compinches de innumerables aventuras durante los años de universidad en Piura.

A Carina, que organizó un almuerzo entrañable cuando obtuve mi primer trabajo de periodista.

A Jaime, que con un comentario al paso sobre un reportaje a Moquegua afirmó mi convicción de ser periodista.

A Gastón, porque a pesar del tiempo no olvida aquellos cierres de antología.

A Nacho –¿dónde andas, vato?- que me confió la historia de su vida y sus andanzas en Quintana Roo durante madrugadas interminables.

A Rodolfo, mi amigo de Tucumán por el solo hecho de haber prestado oídos a sus desventuras.

A Kev, que desbarató su fama de avaro con aquellos tragos del Chicago Uno Bar y la música que me regaló la noche anterior a mi regreso.

domingo, 31 de mayo de 2009

APOCALÍPTICOS E INTEGRADOS

Desde las tesis de la Escuela de Frankfurt y la saga de debates que provocaron, avivadas dos décadas más tarde por Umberto Eco y su Apocalípticos e Integrados, cuya publicación a mitad de los 60 recibiera el fuego graneado de los tributarios de la primera, la industria de la cultura mediática, sus códigos, su evolución, su injerencia e influencia en la vida de los ciudadanos, y en fin, todo ese espectro impredecible de tendencias y escenarios derivados de su naturaleza cambiante, no había ocupado ni preocupado tanto a quienes tenemos un vínculo directo con los mass media.

Un recuento rápido del devenir mediático del último siglo nos llevaría a establecer como hitos -por sus alcances, efectos y por la forma en que terminaron incorporándose a la vida de los hombres-, al cine, la radio, la televisión, la prensa, y aunque todavía cueste aceptarlo, las nuevas tecnologías de comunicación y lo que vendría a ser la suma de todas ellas: Internet.

Sobre lo que supone para los medios la última oleada tecnológica, que ha traído consigo un abanico de redes sociales de las que nadie o muy pocos quieren quedar afuera, José Luis Orihuela, profesor de la facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, sostiene que “si este tipo de cosas (léase Twitter) no cambian al periodismo, ya no sé qué podría cambiarlo”.

Para quienes hasta hace algún tiempo defendíamos unas formas, digamos puristas, de ser periodista y hacer periodismo, la frase de Orihuela hubiese sonado peregrina y sacrílega. Pero los cauces por los que vienen discurriendo las prácticas informativas nos llevan a tomar las cosas con prudencia y comprensión. Después de todo, volviendo a Eco, cuando publicó Apocalípticos e Integrados varios de sus críticos, entendedores de la cultura como un bien aristocrático y privilegiado, dijeron socarronamente que gracias a él Supermán ya tenía sangre azul.

Esta podría ser la clave: ¿podemos considerar hoy día al periodismo como el único acopiador, fabricante y depositario de información? Se trata indudablemente de una posición cada vez menos sostenible, a riesgo precisamente de acabar paralizados por una mirada pesimista, terminal, del oficio periodístico. Habría que considerar por el contrario la experiencia de quienes han visto en Internet y las nuevas tecnologías a formidables aliados sin menoscabo de los fines de una prensa seria. Echando mano de una analogía culinaria que encontré hace poco, los periodistas deberíamos asumir los nuevos escenarios como la oportunidad de convertirnos en chefs de una alta cocina informativa. No es sencillo, pero el reto está allí.

Concluyo con una de las respuestas que el profesor Orihuela brindara a Esther Vargas en una entrevista para Perú21: “Los periodistas, como todo el mundo, temen aquello que desconocen, y más aún si amenaza su estatus social y profesional. Ante el nuevo escenario de la comunicación pública caben dos actitudes: la de quienes se instalan en la queja y en el discurso apocalíptico y la de quienes están dispuestos a cambiar su cultura y reinventar unos medios y unas profesiones que seguirán siendo necesarias sólo si saben hacerse de una manera diferente”.

jueves, 28 de mayo de 2009

COSAS QUE PASAN

Piura, segundo año de carrera. Pese a haber -o creer haber- quemado todas las naves, mi nota final en Teoría de la Comunicación es reprobatoria. Disiento. Arguyo. Hay un error. Luchi Rodrich, mi profesora, escucha sin alterarse. Tampoco el promedio se altera. Tendré que ir al examen de subsanación. Semestres más tarde, Luchi me guía en la hechura de mi tesis de grado. A punto de dejar la universidad me sugiere optar por la vida académica, encuentra en mí condiciones para la docencia. Con todo respeto le digo que se equivoca, que lo mío es el periodismo, que tengo alma aventurera. Sonríe, me dirige una mirada indulgente y sentencia que el equivocado soy yo.

***

Tarde de verano en Camelback Road, barrio uptown de la ciudad de Scottsdale, en Arizona. La temperatura, como es habitual en el North Phoenix, debe bordear a esta hora los 45 grados a la sombra. Tengo una sed de elefante y en el bolsillo algunos dólares para la gasolina. No ha sido un buen día. De repente la luz roja me detiene y me disperso en tácticas para enfrentar una insolvencia que ya se extiende por varios meses. Es cuando un grito de guerra -un aullido- me devuelve a la realidad en un estado que, presumo, es lo más cercano al pavor. El desgarro de este aparecido de rostro sudoroso, barba crecida, unos 35 años y toda la pinta de un veterano a punto de vaciarme la carga de su rifle, me deja perplejo. Son apenas segundos, pero el instante parece eterno. "¡Come on, bro... give me a hand!". El semáforo continúa imperturbable. "¡Come on, bro... I´m a fucking homeless!". Quiero acelerar, pero no puedo. "¡Come on, bro... come on, bro!". Entonces deslizo mi mano hacia el bolsillo derecho, palpo el único billete de cinco dólares que me acompaña, lo tomo, se lo entrego, y mientras él me agradece y el semáforo cambia a verde, gramputeo el momento en que tuve que detenerme en esta esquina.

***

- Oiga don, allí viene la troca de la nieve. ¿Andará con algo de feria?
- ¿Perdón?...
- La troca de la nieve. ¿Carga feria?

(Diálogo con dos pintores sinaloenses que se antojan de un helado cuando escuchan la música del camioncito de golosinas y me preguntan si tengo dinero para comprarles uno).

***
Después de manejar 500 millas, llego al poblado de Hopkinsville, Kentucky, para comparecer en la corte por un accidente del que fui responsable un mes antes, y cuya consecuencia fue la abolladura del parachoque posterior del otro auto. Iba camino de Winston - Salem, Carolina del Norte, y el seguro había vencido a mitad de viaje. Negocié a través de sucesivas llamadas telefónicas con el perjudicado. Me pidió 1,500 dólares. Le ofrecí 500. Era lo justo. No hubo acuerdo. Antes de partir a Kentucky, me dijo que el juez sabría darme un castigo. Acudo a la corte a las 7 de la mañana. Aún no hay atención, pero en la antesala una señora muy blanca y muy rubia revisa la póliza que he adquirido y escucha los detalles de mi fallida negociación. Me pide aguardar mi comparecencia con calma.

Es casi mediodía. El juez pronuncia mi nombre y me recuerda que estoy en litigio con el pueblo de Kentucky. Admito mi culpa y sostengo que no he llegado a acuerdo alguno con la otra parte. Estoy por concluir mi exposición cuando repentinamente entra en escena otra mujer, muy blanca, muy rubia y muy guapa, que me acusa de mentiroso. Asegura haber recibido una llamada telefónica que me describía como un timador contumaz. Replico que no es así, que en todo momento estuve dispuesto a pagar, pero una suma justa.

El juez escucha atento y luego escudriña a la guapa y a mí. Entonces, como caída del cielo, irrumpe en la sala la dama que me había atendido temprano contrariándola con una frase: el que dice la verdad soy yo. Añade que me presenté a primera hora con los documentos en orden, y que estaba preocupado por no haber llegado a un acuerdo con la parte contraria. El juez solicita el parte del policía que registró los pormenores del accidente. Se lo traen, lo revisa, frunce el entrecejo y emite una sentencia: "Muy bien, paga la multa por no haber tenido tu seguro al día y olvídate del parachoque del otro".

Camino a la tesorería, busco con insistencia a mi desconocida protectora. No la encuentro por ningún lado y empiezo a creer que se trata de un ángel. Sí, no cabe otra explicación: ella es el ángel de Hopkinsville.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Y DIGO PATRIA

Por algo uno se va de este país, y por algo uno vuelve. Dos veces creí levantar vuelo para siempre con el alma contrariada, y dos veces regresé con el corazón alocado por la inminencia del reencuentro. Tan solo algunos entre tantos episodios de la larga como inexorable historia de amor-odio que palpita entre el Perú y sus hijos, imagino, más apasionados. ¿Habrá formas menos apremiantes de vincularse con el Perú? Quizá, pero al cabo de los años me he convencido de que a este país sólo se le quiere sufriendo o se le sufre queriendo, que no es lo mismo pero es igual, parafraseando al cantautor cubano.

La primera vez, tras una aventura de revolucionarios adolescentes que tuvo el desenlace candoroso de un cuento de hadas, partí desilusionado y con la sensación de que el arrojo es un bien escaso por estas latitudes, y por eso nuestro vasto repertorio de intentos fallidos, y por eso el “pudo ser”, el “casi” y el “por poquito” se anexan lírica e irremediablemente a las causas nacionales que nunca fueron, verbigracia el fútbol. Me asaltó la idea de adoptar los usos y costumbres de otros, hasta cambiar de nacionalidad si el destino lo decidía así.

Vana pretensión. Apenas aterrizado indagué por los elementos –mínimos entonces- que afianzaran mi sentimiento de peruanidad. Fue así que di con el almacén de un argentino al que arribaba después de un viaje de cuatro horas para adquirir por cinco dólares la edición dominical, obviamente retrasada, del decano de la prensa nacional. También me las arreglaba –en la ciudad más extensa del mundo- para ser feliz cuando podía ante un cuarto de pollo a la brasa del Pollo Inka, pionero bastión gringo de la crocancia, aliño, ternura y evocación que definen esta ecléctica creación peruana. Y en fin, fue durante aquella estadía que a fuerza de ramalazos nostálgicos hice creer a ocasionales y despistados interlocutores que nuestras playas eran fieles extensiones del paisaje caribeño.

En una segunda ocasión, con la certeza de que a la deriva financiera de mi centro de labores le aguardaba un feo naufragio, me fui rumiando el sabor rancio del éxodo obligado, éxodo que –pensaba- en otras circunstancias, digamos en otro país, hubiese estado fuera de todo pronóstico. Pero tan solo tocar mi destino sucedió lo mismo que años antes: el ansia perentoria de proclamar mi origen.

Eso es lo que pasa: por algún motivo, más allá del caos y el bullicio, de los basurales omnipresentes, de las casas a medio hacer, del tráfico silvestre, de los parques sin árboles, de la pillería multiplicada, del delito sin castigo y de la miseria, vivir en el Perú produce un extraño y masoquista regocijo.

Tal la paradoja de mi afecto y el de tantos compatriotas por este país: irritación en la cercanía y añoranza en la distancia. Razones debe haber para una querencia semejante, imperceptibles y enraizadas en lo más recóndito de cada uno. Acaso sea la más honda y complicada manifestación de peruanidad.









(Causa Perdida, publicado en Díatreinta Nº 64)

EL COMUNISTA QUE NO FUE

El ímpetu conspirador debió fraguarse en la modesta biblioteca de maestro del padre de Ramoncito. Aunque la arenga inflamada de Vladimir Ilich Ulianov representaba a los 14 años un inextricable acertijo, mientras leíamos las páginas ajadas y amarillentas de Los amigos del pueblo, un folleto que anticipaba la caída de los zares y el surgimiento de un proletariado supremo, nuestros ideales de justicia se hacían cada vez más fuertes. Y claro, para despejar cualquier sospecha de farsa nos creímos de buena fe la historia de la violencia como partera de un mundo igualitario.

Después todo fue contarle a quien quiso escucharnos nuestra insigne conversión al comunismo, dándole a nuestras reuniones el carácter clandestino que merecían bajo el cobijo de las plateas del cine Sur, recinto plagado de murciélagos donde la discusión doctrinaria era alternada con el solaz visual procurado por historias de naturaleza concupiscente.

Mi itinerario de comunista adolescente y confeso me condujo entre brazos que blandían machetes a las marchas recalcitrantes de los campesinos-propietarios de Pomalca, Tumán y otras ex haciendas chiclayanas protestando por el descalabro de aquello cuyo germen de destrucción se hallaba en el decreto mismo que lo creó. También, acaso de contrabando, asistí a conciliábulos de maestros que urdían paralizaciones y huelgas con una extraña amalgama de ira y deleite. Me adherí a manifestaciones y a mítines y a disturbios en los que proclamaba el advenimiento del poder popular, y, en fin, a modo de adelanto de la reivindicación que la historia tenía reservada para la clase trabajadora, voté por un candidato de izquierda cuando cumplí 18 años e imaginaba que votar era un ejercicio de ciudadanía.

No sé en qué momento aquel ímpetu revolucionario se disipó. Inexacto sería adjudicarlo a mi estancia de estudiante en un college californiano, porque lo que más aprecio de Estados Unidos no es precisamente su papel de gendarme del capitalismo, fallido al punto de que las mentes más cándidas terminan por creer que la riqueza es una aspiración ilícita. Tampoco fue mi formación en una universidad de ortodoxa estirpe católica, pues cuando ingresé a ella ya empezaba a conocer a los padres del liberalismo y había resuelto distanciarme de las poses dogmáticas. Lo más probable es que el simple y llano sentido común –tan poco estimado y tan iluminador- haya obrado un rescate a tiempo.

Mi paso ingenuo por los procelosos territorios del comunismo es algo de lo que no me arrepiento pero que jamás volverá a tener lugar. Años más tarde, acoderado en las antípodas del credo totalitario, mi madre solía recordar los episodios radicales de la secundaria con una ironía tierna: “¿y qué fue de mi aprendiz de rabanito?”. Yo le respondía que se había despojado de intransigencia juvenil pero conservaba una fe a prueba de balas en las causas perdidas, confiado en que en esta vida los propósitos nobles sabrán triunfar sobre las coartadas perversas.



(Causa Perdida, publicado en Díatreinta Nº 65)

martes, 26 de mayo de 2009

DOS ESCENAS DE VERANO

Un asma que se hizo manifiesto noventa días después de nacer junto con una aversión al fúnebre invierno limeño seguramente incubada por la misma época, sin dejar de mencionar que el horóscopo chino la define como la estación más favorable para los caballos, explican mi indeclinable predilección por el verano. El estío, obvios efectos de los rayos UV-A, trae consigo una reanimación corporal y anímica que se hace patente en el deseo de hacer más y mejores cosas desde más temprano, indicio de felicidad humana que suscribo sin reservas. Pero no sólo eso: el verano, para quienes nos solazamos con su presencia, deviene en escenario natural de anécdotas, chascos e historias que se atesoran y recrean gratamente cada cierto tiempo –como ahora, en que el sol vuelve a brillar- para recordarnos que la vida, pese a sus sobresaltos o tal vez por ellos, es bella.

Panamericana Sur
El viaje tenía por destino la localidad de Chincha Alta para asistir a un almuerzo de carácter ritual en casa de los parientes nikkei de mi primo hermano Adriel. El menú se había anunciado con anticipación: sashimi y un plato sorpresa que contaba entre sus ingredientes, lo supe años después, el temible wasabe. Habíamos pasado la playa de León Dormido y el Toyota Corona de estreno se desplazaba veloz entre las bajas colinas de ese tramo. De pronto sentimos un llamado irresistible. Era Asia en estado aún virginal. Frenamos en seco a un lado de la pista y nos dirigimos sin más al encuentro del mar. No eran más de cien metros los que nos separaban, pero alcanzar la orilla fue una odisea: la arena ardía. Volver al auto fue no menos difícil, entre brincos y piruetas imprevistos que retrasaron nuestro arribo a la cita. Una vez allí, el fuego de las coles marinadas en wasabe bajo un techo crepitante y las cordiales maneras orientales completaron la lección: la placidez tiene a veces la forma del sudor en la frente, y hasta del cuerpo entero.

Los Ángeles, CA
El verano había llegado y la piscina de Crescenta Manor, complejo de gente buena que me acogió durante año y medio, había abierto sus puertas entre globos de colores, barbecues y un desfile de rubias ansiosas de sol. La señora Brown, que en rigor no era la señora Brown pero administraba las propiedades del señor Brown, manejaba el Camaro Z28 del señor Brown y ocupaba un departamento con el señor Brown, me invitó días antes a la fiesta de inauguración. A poco de instalarme en Crescenta la había buscado para ofrecerle mis servicios de limpieza y sin necesidad de negociación pactamos un contrato de tres días por semana a un salario de 30 dólares. La señora Brown debía andar en la mitad de sus cuarentas y era de rostro agraciado y mejor figura, virtud femenina que sin premeditación ni pausa alguna se hizo sueño durante noches enteras. Sin embargo, decliné su invitación y preferí esperar a que la piscina se despejara para zambullirme con un ímpetu de delfín. En eso andaba una mañana muy temprano, entrando y saliendo del agua, ensayando brazadas de estilo libre y pecho, sumergiéndome en el intento de tocar fondo cuatro metros más abajo. De repente, restregándome los ojos, una visión imposible: la señora Brown tendida al sol con la sola pieza inferior del bikini por toda prenda. Me turbé. Tosí. Tragué agua, y en fin me lancé nuevamente al fondo de la piscina jurando ya no volver a salir, vana pretensión anfibia abortada pocos segundos después. La señora Brown todavía debe acordarse del curioso barredor peruano que al irse de la piscina balbuceaba tonterías con los ojos bien cerrados.


(Causa Perdida, publicado en Díatreinta N° 68)

domingo, 24 de mayo de 2009

SALDOS VARIOS

Dos episodios acaecidos la semana que pasó han determinado mi reincidencia en este territorio. El primero, un comentario al paso que atrapé al vuelo lanzado por Ramón Rivera, profesor de Centrum Católica, en cuya amena e interesante conferencia sobre capital humano tuve la suerte de estar: "los blogs son ahora parte importante de nuestra hoja de vida". Algo que interpreté como "publica, deja registro de tu existencia". Y dos, la demanda a voz en cuello, irreductible, pero siempre sincera de Alfi -amigo y fabricante puntual de alfierro.blogspot.com-, porque comentara sus creaciones.

Sabiéndome indisciplinado y poco dado a la socialización virtual -aunque haya caído en alguna red-, entendí que la única manera de atender los reclamos de Alfi sería haciéndome parte de este club. Me ha costado. Dudé. Pocos minutos antes de abrir el blog ya no le encontraba sentido. Para colmo, estuve dos horas tratando de dar con un nombre, porque causa perdida, frase y actitud que hice mía tiempo atrás por encontrarla afín con mi espíritu liberal, a contracorriente, empecinado en creer en lo que nadie cree, y con la que quise acometer esta nueva aventura, no estaba disponible.

Después de agotar las denominaciones más peregrinas, he recalado en saldos varios. Los saldos, ya se sabe, connotan contablemente sumas a favor o en contra, pero situados en el plano de la existencia humana también hay saldos de toda índole, a favor y en contra, y quizá más de los últimos. Prometo inventariar a partir de esta madrugada tales saldos de forma digerible y si se puede entretenida. Ojalá tengamos al final un balance de palabras en azul.