miércoles, 27 de mayo de 2009

EL COMUNISTA QUE NO FUE

El ímpetu conspirador debió fraguarse en la modesta biblioteca de maestro del padre de Ramoncito. Aunque la arenga inflamada de Vladimir Ilich Ulianov representaba a los 14 años un inextricable acertijo, mientras leíamos las páginas ajadas y amarillentas de Los amigos del pueblo, un folleto que anticipaba la caída de los zares y el surgimiento de un proletariado supremo, nuestros ideales de justicia se hacían cada vez más fuertes. Y claro, para despejar cualquier sospecha de farsa nos creímos de buena fe la historia de la violencia como partera de un mundo igualitario.

Después todo fue contarle a quien quiso escucharnos nuestra insigne conversión al comunismo, dándole a nuestras reuniones el carácter clandestino que merecían bajo el cobijo de las plateas del cine Sur, recinto plagado de murciélagos donde la discusión doctrinaria era alternada con el solaz visual procurado por historias de naturaleza concupiscente.

Mi itinerario de comunista adolescente y confeso me condujo entre brazos que blandían machetes a las marchas recalcitrantes de los campesinos-propietarios de Pomalca, Tumán y otras ex haciendas chiclayanas protestando por el descalabro de aquello cuyo germen de destrucción se hallaba en el decreto mismo que lo creó. También, acaso de contrabando, asistí a conciliábulos de maestros que urdían paralizaciones y huelgas con una extraña amalgama de ira y deleite. Me adherí a manifestaciones y a mítines y a disturbios en los que proclamaba el advenimiento del poder popular, y, en fin, a modo de adelanto de la reivindicación que la historia tenía reservada para la clase trabajadora, voté por un candidato de izquierda cuando cumplí 18 años e imaginaba que votar era un ejercicio de ciudadanía.

No sé en qué momento aquel ímpetu revolucionario se disipó. Inexacto sería adjudicarlo a mi estancia de estudiante en un college californiano, porque lo que más aprecio de Estados Unidos no es precisamente su papel de gendarme del capitalismo, fallido al punto de que las mentes más cándidas terminan por creer que la riqueza es una aspiración ilícita. Tampoco fue mi formación en una universidad de ortodoxa estirpe católica, pues cuando ingresé a ella ya empezaba a conocer a los padres del liberalismo y había resuelto distanciarme de las poses dogmáticas. Lo más probable es que el simple y llano sentido común –tan poco estimado y tan iluminador- haya obrado un rescate a tiempo.

Mi paso ingenuo por los procelosos territorios del comunismo es algo de lo que no me arrepiento pero que jamás volverá a tener lugar. Años más tarde, acoderado en las antípodas del credo totalitario, mi madre solía recordar los episodios radicales de la secundaria con una ironía tierna: “¿y qué fue de mi aprendiz de rabanito?”. Yo le respondía que se había despojado de intransigencia juvenil pero conservaba una fe a prueba de balas en las causas perdidas, confiado en que en esta vida los propósitos nobles sabrán triunfar sobre las coartadas perversas.



(Causa Perdida, publicado en Díatreinta Nº 65)

1 comentario: