martes, 26 de mayo de 2009

DOS ESCENAS DE VERANO

Un asma que se hizo manifiesto noventa días después de nacer junto con una aversión al fúnebre invierno limeño seguramente incubada por la misma época, sin dejar de mencionar que el horóscopo chino la define como la estación más favorable para los caballos, explican mi indeclinable predilección por el verano. El estío, obvios efectos de los rayos UV-A, trae consigo una reanimación corporal y anímica que se hace patente en el deseo de hacer más y mejores cosas desde más temprano, indicio de felicidad humana que suscribo sin reservas. Pero no sólo eso: el verano, para quienes nos solazamos con su presencia, deviene en escenario natural de anécdotas, chascos e historias que se atesoran y recrean gratamente cada cierto tiempo –como ahora, en que el sol vuelve a brillar- para recordarnos que la vida, pese a sus sobresaltos o tal vez por ellos, es bella.

Panamericana Sur
El viaje tenía por destino la localidad de Chincha Alta para asistir a un almuerzo de carácter ritual en casa de los parientes nikkei de mi primo hermano Adriel. El menú se había anunciado con anticipación: sashimi y un plato sorpresa que contaba entre sus ingredientes, lo supe años después, el temible wasabe. Habíamos pasado la playa de León Dormido y el Toyota Corona de estreno se desplazaba veloz entre las bajas colinas de ese tramo. De pronto sentimos un llamado irresistible. Era Asia en estado aún virginal. Frenamos en seco a un lado de la pista y nos dirigimos sin más al encuentro del mar. No eran más de cien metros los que nos separaban, pero alcanzar la orilla fue una odisea: la arena ardía. Volver al auto fue no menos difícil, entre brincos y piruetas imprevistos que retrasaron nuestro arribo a la cita. Una vez allí, el fuego de las coles marinadas en wasabe bajo un techo crepitante y las cordiales maneras orientales completaron la lección: la placidez tiene a veces la forma del sudor en la frente, y hasta del cuerpo entero.

Los Ángeles, CA
El verano había llegado y la piscina de Crescenta Manor, complejo de gente buena que me acogió durante año y medio, había abierto sus puertas entre globos de colores, barbecues y un desfile de rubias ansiosas de sol. La señora Brown, que en rigor no era la señora Brown pero administraba las propiedades del señor Brown, manejaba el Camaro Z28 del señor Brown y ocupaba un departamento con el señor Brown, me invitó días antes a la fiesta de inauguración. A poco de instalarme en Crescenta la había buscado para ofrecerle mis servicios de limpieza y sin necesidad de negociación pactamos un contrato de tres días por semana a un salario de 30 dólares. La señora Brown debía andar en la mitad de sus cuarentas y era de rostro agraciado y mejor figura, virtud femenina que sin premeditación ni pausa alguna se hizo sueño durante noches enteras. Sin embargo, decliné su invitación y preferí esperar a que la piscina se despejara para zambullirme con un ímpetu de delfín. En eso andaba una mañana muy temprano, entrando y saliendo del agua, ensayando brazadas de estilo libre y pecho, sumergiéndome en el intento de tocar fondo cuatro metros más abajo. De repente, restregándome los ojos, una visión imposible: la señora Brown tendida al sol con la sola pieza inferior del bikini por toda prenda. Me turbé. Tosí. Tragué agua, y en fin me lancé nuevamente al fondo de la piscina jurando ya no volver a salir, vana pretensión anfibia abortada pocos segundos después. La señora Brown todavía debe acordarse del curioso barredor peruano que al irse de la piscina balbuceaba tonterías con los ojos bien cerrados.


(Causa Perdida, publicado en Díatreinta N° 68)

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