jueves, 28 de mayo de 2009

COSAS QUE PASAN

Piura, segundo año de carrera. Pese a haber -o creer haber- quemado todas las naves, mi nota final en Teoría de la Comunicación es reprobatoria. Disiento. Arguyo. Hay un error. Luchi Rodrich, mi profesora, escucha sin alterarse. Tampoco el promedio se altera. Tendré que ir al examen de subsanación. Semestres más tarde, Luchi me guía en la hechura de mi tesis de grado. A punto de dejar la universidad me sugiere optar por la vida académica, encuentra en mí condiciones para la docencia. Con todo respeto le digo que se equivoca, que lo mío es el periodismo, que tengo alma aventurera. Sonríe, me dirige una mirada indulgente y sentencia que el equivocado soy yo.

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Tarde de verano en Camelback Road, barrio uptown de la ciudad de Scottsdale, en Arizona. La temperatura, como es habitual en el North Phoenix, debe bordear a esta hora los 45 grados a la sombra. Tengo una sed de elefante y en el bolsillo algunos dólares para la gasolina. No ha sido un buen día. De repente la luz roja me detiene y me disperso en tácticas para enfrentar una insolvencia que ya se extiende por varios meses. Es cuando un grito de guerra -un aullido- me devuelve a la realidad en un estado que, presumo, es lo más cercano al pavor. El desgarro de este aparecido de rostro sudoroso, barba crecida, unos 35 años y toda la pinta de un veterano a punto de vaciarme la carga de su rifle, me deja perplejo. Son apenas segundos, pero el instante parece eterno. "¡Come on, bro... give me a hand!". El semáforo continúa imperturbable. "¡Come on, bro... I´m a fucking homeless!". Quiero acelerar, pero no puedo. "¡Come on, bro... come on, bro!". Entonces deslizo mi mano hacia el bolsillo derecho, palpo el único billete de cinco dólares que me acompaña, lo tomo, se lo entrego, y mientras él me agradece y el semáforo cambia a verde, gramputeo el momento en que tuve que detenerme en esta esquina.

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- Oiga don, allí viene la troca de la nieve. ¿Andará con algo de feria?
- ¿Perdón?...
- La troca de la nieve. ¿Carga feria?

(Diálogo con dos pintores sinaloenses que se antojan de un helado cuando escuchan la música del camioncito de golosinas y me preguntan si tengo dinero para comprarles uno).

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Después de manejar 500 millas, llego al poblado de Hopkinsville, Kentucky, para comparecer en la corte por un accidente del que fui responsable un mes antes, y cuya consecuencia fue la abolladura del parachoque posterior del otro auto. Iba camino de Winston - Salem, Carolina del Norte, y el seguro había vencido a mitad de viaje. Negocié a través de sucesivas llamadas telefónicas con el perjudicado. Me pidió 1,500 dólares. Le ofrecí 500. Era lo justo. No hubo acuerdo. Antes de partir a Kentucky, me dijo que el juez sabría darme un castigo. Acudo a la corte a las 7 de la mañana. Aún no hay atención, pero en la antesala una señora muy blanca y muy rubia revisa la póliza que he adquirido y escucha los detalles de mi fallida negociación. Me pide aguardar mi comparecencia con calma.

Es casi mediodía. El juez pronuncia mi nombre y me recuerda que estoy en litigio con el pueblo de Kentucky. Admito mi culpa y sostengo que no he llegado a acuerdo alguno con la otra parte. Estoy por concluir mi exposición cuando repentinamente entra en escena otra mujer, muy blanca, muy rubia y muy guapa, que me acusa de mentiroso. Asegura haber recibido una llamada telefónica que me describía como un timador contumaz. Replico que no es así, que en todo momento estuve dispuesto a pagar, pero una suma justa.

El juez escucha atento y luego escudriña a la guapa y a mí. Entonces, como caída del cielo, irrumpe en la sala la dama que me había atendido temprano contrariándola con una frase: el que dice la verdad soy yo. Añade que me presenté a primera hora con los documentos en orden, y que estaba preocupado por no haber llegado a un acuerdo con la parte contraria. El juez solicita el parte del policía que registró los pormenores del accidente. Se lo traen, lo revisa, frunce el entrecejo y emite una sentencia: "Muy bien, paga la multa por no haber tenido tu seguro al día y olvídate del parachoque del otro".

Camino a la tesorería, busco con insistencia a mi desconocida protectora. No la encuentro por ningún lado y empiezo a creer que se trata de un ángel. Sí, no cabe otra explicación: ella es el ángel de Hopkinsville.

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