miércoles, 27 de mayo de 2009

Y DIGO PATRIA

Por algo uno se va de este país, y por algo uno vuelve. Dos veces creí levantar vuelo para siempre con el alma contrariada, y dos veces regresé con el corazón alocado por la inminencia del reencuentro. Tan solo algunos entre tantos episodios de la larga como inexorable historia de amor-odio que palpita entre el Perú y sus hijos, imagino, más apasionados. ¿Habrá formas menos apremiantes de vincularse con el Perú? Quizá, pero al cabo de los años me he convencido de que a este país sólo se le quiere sufriendo o se le sufre queriendo, que no es lo mismo pero es igual, parafraseando al cantautor cubano.

La primera vez, tras una aventura de revolucionarios adolescentes que tuvo el desenlace candoroso de un cuento de hadas, partí desilusionado y con la sensación de que el arrojo es un bien escaso por estas latitudes, y por eso nuestro vasto repertorio de intentos fallidos, y por eso el “pudo ser”, el “casi” y el “por poquito” se anexan lírica e irremediablemente a las causas nacionales que nunca fueron, verbigracia el fútbol. Me asaltó la idea de adoptar los usos y costumbres de otros, hasta cambiar de nacionalidad si el destino lo decidía así.

Vana pretensión. Apenas aterrizado indagué por los elementos –mínimos entonces- que afianzaran mi sentimiento de peruanidad. Fue así que di con el almacén de un argentino al que arribaba después de un viaje de cuatro horas para adquirir por cinco dólares la edición dominical, obviamente retrasada, del decano de la prensa nacional. También me las arreglaba –en la ciudad más extensa del mundo- para ser feliz cuando podía ante un cuarto de pollo a la brasa del Pollo Inka, pionero bastión gringo de la crocancia, aliño, ternura y evocación que definen esta ecléctica creación peruana. Y en fin, fue durante aquella estadía que a fuerza de ramalazos nostálgicos hice creer a ocasionales y despistados interlocutores que nuestras playas eran fieles extensiones del paisaje caribeño.

En una segunda ocasión, con la certeza de que a la deriva financiera de mi centro de labores le aguardaba un feo naufragio, me fui rumiando el sabor rancio del éxodo obligado, éxodo que –pensaba- en otras circunstancias, digamos en otro país, hubiese estado fuera de todo pronóstico. Pero tan solo tocar mi destino sucedió lo mismo que años antes: el ansia perentoria de proclamar mi origen.

Eso es lo que pasa: por algún motivo, más allá del caos y el bullicio, de los basurales omnipresentes, de las casas a medio hacer, del tráfico silvestre, de los parques sin árboles, de la pillería multiplicada, del delito sin castigo y de la miseria, vivir en el Perú produce un extraño y masoquista regocijo.

Tal la paradoja de mi afecto y el de tantos compatriotas por este país: irritación en la cercanía y añoranza en la distancia. Razones debe haber para una querencia semejante, imperceptibles y enraizadas en lo más recóndito de cada uno. Acaso sea la más honda y complicada manifestación de peruanidad.









(Causa Perdida, publicado en Díatreinta Nº 64)

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