jueves, 20 de agosto de 2009

LA PRIMERA VEZ

Mercedes –Merceditas- era una muchacha de piel de bronce y manos prodigiosas que vino a casa recomendada por su madre para tomar cargo de los quehaceres domésticos. Había cumplido dieciocho años y cursaba la secundaria comercial en una escuela vespertina, pero decidió alejarse de los estudios porque le repitieron demasiadas veces que su genio calzaba mejor con la inspiración de los guisos que con el tedio de la mecanografía.

Así era. Tan pronto como se puso el delantal sorprendió a todos con platos elaborados con el rigor escrupuloso de los recetarios tradicionales. Pero también tenía improvisaciones sacadas de la manga con una intuición inobjetable, capaces de reclamar con derecho firme un lugar entre los templos de la culinaria planetaria. En lo personal me hallaba deslumbrado por una preparación simple de efectos mágicos y adictivos -un salteado de pollo con verduras y papas fritas en mantequilla-, que por obra de mis encomios se asomaba a la mesa al menos dos veces por semana. Aunque hubo ocasiones en que fue mi almuerzo diario durante semanas enteras, pues Merceditas lo preparaba con una disposición adorable a espaldas de mamá.

Eran los tramos finales del colegio y volvía a casa pasado el mediodía. Tomaba una ducha y tras el llamado de Merceditas me sentaba a la mesa acompañado por una radio de melodías clásicas. Después del almuerzo solía recostarme en el sofá con alguna lectura, y a menudo caía en una siesta breve de la que despertaba con sobresaltos. Una tarde Merceditas me vio en los afanes de estrujarme una espinilla del hombro y bondadosamente se ofreció a darme una mano. Desde entonces la extracción de barritos se tornó un ceremonial dichoso que suplió sin remordimientos las sobremesas ausentes, y a partir de aquellos escarceos fuimos adentrándonos en los meandros excitantes de los besos tenues y las caricias tímidas. Hasta que una tarde, casi sin darnos cuenta y con la sangre al galope, nos precipitamos sobre el sillón con la pura ropa de la piel.

Yo sentía los golpes del corazón en todo el cuerpo y por un instante pensé que iba a morirme, pero Merceditas, con una paciencia de madre abnegada y la sabiduría de sus manos diestras, guió mis ímpetus por las turgencias tibias de su cuerpo con un desprendimiento noble. Al final fue como llegar al remanso de una isla después de remontar las olas de un mar embravecido, y me quedó en el alma una sensación de sabores y fragancias que logré descifrar más tarde en las páginas de “Confieso que he vivido” -las memorias de Pablo Neruda-, con los detalles de un lance suyo sobre el forraje del ganado en una finca chilena: “un pubis que parecía musgo de montaña”.

El nuestro fue con toda seguridad un amor carente de la ciencia carnal de los amantes entrenados, pero tuvo a cambio la virtud de una entrega sincera y el gusto inolvidable de un espléndido postre de concupiscencia.

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