jueves, 4 de junio de 2009

ACTOS DE AMOR

Injusto como errado sería circunscribir el misterio del amor a la reciprocidad afectiva entre hombres y mujeres. Si aún es posible creer en él, el amor tiene que ser más que eso. Debería ser la aspiración a vivir –a convivir– sin nudos en el alma. Debería ser la aceptación del otro por el puro hecho de poseer una naturaleza semejante. Debería ser el empeño por hallar dentro de lo cotidiano y lo pedestre instantes imperecederos. Debería ser el hábito de regalar un tiempo, una palabra, sin condiciones ni expectativas de renta. ¿Suena demasiado idealista? ¿Iluso, absurdo? ¿Qué es el amor entonces?

Libro en varios frentes una guerra constante contra el descreimiento. Permítaseme por ello reconocer en estas líneas a seres propios y extraños cuyos actos, gestos y obras me hicieron y hacen sentir que el amor existe. Algunos de esos actos fueron efímeros; otros se repiten. Pero todos ellos, y muchos más, son el combustible indispensable para transitar por los vericuetos de la vida. Siempre estaré agradecido:

A Cecilia, mi vecina del primer piso del edificio de Barranco, una argentinita que se las arregló para que cada tarde bajara a tomar el té de las 5 (chocolate en realidad) sin que su mamá se molestara. También se las ingeniaba para despedirme con un beso furtivo.

A Cat Stevens, porque yo habría cantado sus canciones si hubiese podido.

A mi madre, que sólo por verme feliz dedica toda su ternura y cuatro horas a la preparación de un guiso de osobuco que yo devoro demasiado rápido.

A mi esposa, que me preparaba amorosas tinas frías de avena para mitigar la fiebre y los escozores producidos por la varicela que adquirí en una fiesta infantil en Phoenix.

A mis hijas, cuyas miradas, risas, llantos, besos, abrazos, gritos, travesuras y berrinches me revelan la belleza de ser padre.

A Fernando, mi compañero, con quien nos hicimos amigos para siempre en una víspera navideña mientras se montaba en mi bicicleta nueva y la sometía a severísimas pruebas.

A mis tíos y tías, primos y primas, que me dedican halagos desmesurados.

A Freddy y a Aldo, mis compinches de innumerables aventuras durante los años de universidad en Piura.

A Carina, que organizó un almuerzo entrañable cuando obtuve mi primer trabajo de periodista.

A Jaime, que con un comentario al paso sobre un reportaje a Moquegua afirmó mi convicción de ser periodista.

A Gastón, porque a pesar del tiempo no olvida aquellos cierres de antología.

A Nacho –¿dónde andas, vato?- que me confió la historia de su vida y sus andanzas en Quintana Roo durante madrugadas interminables.

A Rodolfo, mi amigo de Tucumán por el solo hecho de haber prestado oídos a sus desventuras.

A Kev, que desbarató su fama de avaro con aquellos tragos del Chicago Uno Bar y la música que me regaló la noche anterior a mi regreso.

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