Una pose dogmática, intolerante, me hubiese privado sin remedio de la producción melancólica y hasta bobalicona, pero imprescindible, de esos cantores con los que mantengo un vínculo insondable. Lo mismo me hubiese ocurrido con las plumas notables de Neruda, García Márquez y Benedetti, para hablar de los de este lado, y las de tantos otros que esgrimieron un pensamiento de sesgo socialista como signo de un compromiso con las causas nobles de la humanidad.
Sea porque en ciertos círculos eludo la deliberación política o porque los camaradas consideran erróneamente que soy uno de ellos, he comprobado en sesiones de cháchara tendida y gozosa ingesta de bebidas que la convivencia entre adversarios ideológicos es posible, y como anoté antes, nada impide que de estos encuentros surjan amistades prometedoras.
Hablo de esto a cuento de una reunión de la que fuimos parte hace poco amigos de izquierda y yo, en la que escuchamos insistentemente al buen Facundo Cabral, sin imaginar que días después moriría de manera inconcebible. A riesgo de decir cosas fuera de lugar, diré que el disco es mío desde hace casi 20 años, que Cabral es uno de los trovadores con los que no comparto la idea pero sí la canción, y que ahora, ya muerto, tendré otra razón para seguir escuchándolo.
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