
Libro en varios frentes una guerra constante contra el descreimiento. Permítaseme por ello reconocer en estas líneas a seres propios y extraños cuyos actos, gestos y obras me hicieron y hacen sentir que el amor existe. Algunos de esos actos fueron efímeros; otros se repiten. Pero todos ellos, y muchos más, son el combustible indispensable para transitar por los vericuetos de la vida. Siempre estaré agradecido:
A Cecilia, mi vecina del primer piso del edificio de Barranco, una argentinita que se las arregló para que cada tarde bajara a tomar el té de las 5 (chocolate en realidad) sin que su mamá se molestara. También se las ingeniaba para despedirme con un beso furtivo.
A Cat Stevens, porque yo habría cantado sus canciones si hubiese podido.
A mi madre, que sólo por verme feliz dedica toda su ternura y cuatro horas a la preparación de un guiso de osobuco que yo devoro demasiado rápido.
A mi esposa, que me preparaba amorosas tinas frías de avena para mitigar la fiebre y los escozores producidos por la varicela que adquirí en una fiesta infantil en Phoenix.
A mis hijas, cuyas miradas, risas, llantos, besos, abrazos, gritos, travesuras y berrinches me revelan la belleza de ser padre.
A Fernando, mi compañero, con quien nos hicimos amigos para siempre en una víspera navideña mientras se montaba en mi bicicleta nueva y la sometía a severísimas pruebas.
A mis tíos y tías, primos y primas, que me dedican halagos desmesurados.
A Freddy y a Aldo, mis compinches de innumerables aventuras durante los años de universidad en Piura.
A Carina, que organizó un almuerzo entrañable cuando obtuve mi primer trabajo de periodista.
A Jaime, que con un comentario al paso sobre un reportaje a Moquegua afirmó mi convicción de ser periodista.
A Gastón, porque a pesar del tiempo no olvida aquellos cierres de antología.
A Nacho –¿dónde andas, vato?- que me confió la historia de su vida y sus andanzas en Quintana Roo durante madrugadas interminables.
A Rodolfo, mi amigo de Tucumán por el solo hecho de haber prestado oídos a sus desventuras.
A Kev, que desbarató su fama de avaro con aquellos tragos del Chicago Uno Bar y la música que me regaló la noche anterior a mi regreso.